miércoles, 31 de marzo de 2010

"El Amenazado"


Del libro "El oro de los tigres" 1972
:

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.

Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa
máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. De que me servirán
mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el
aprendizaje de las palabras que uso, el áspero Norte para cantar sus
mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca,
las cosas comunes, los hábitos, el joven amor d e mi madre, la sombra
militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta
a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas,
pero la sombra n o ha traído la paz.

Es, ya lo se, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)

El nombre de una mujer me delata.

Me duele una mujer en todo el cuerpo.

Jorge Luis Borges.


martes, 30 de marzo de 2010

"Annabel Lee" (1849)


Del libro "Poesías Completas"


Fue hace muchos y muchos años, en un reino junto al mar,
habitó una señorita a quien puedes conocer
por el nombre de Annabel Lee;
y esta señorita no vivía con otro pensamiento
que amar y ser amada por mí.

Yo era un niño y ella era una niña
en este reino junto al mar
pero nos amábamos con un amor que era más que amor,
yo y mi Annabel Lee,
con un amor que los ángeles sublimes del Paraíso
nos envidiaban a ella y a mí.

Y esa fue la razón que, hace muchos años,
en este reino junto al mar,
un viento partió de una oscura nube aquella noche
helando a mi Annabel Lee;
así que su noble parentela vinieron
y me la arrebataron,
para silenciarla en una tumba
en este reino junto al mar.

Lo ángeles, que no eran siquiera medio felices en el Paraíso,
nos cogieron envidia a ella y a mí:
Sí!, esa fue la razón, como todos los hombres saben
en este reino junto al mar,
que el viento salió de una nube, helando
y matando mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte que el amor
de aquellos que eran mayores que nosotros,
de muchos más sabios que nosotros,
y ni los ángeles ni el Paraíso encima
ni los demonios debajo del mar
separarán jamás mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee.

Porque la luna no luce sin traerme sueños
de la hermosa Annabel Lee;
ni brilla una estrella sin que vea los ojos brillantes
de la hermosa Annabel Lee;
y así paso la noche acostado al lado
de mi querida, mi querida, mi vida, mi novia,
en su sepulcro junto al mar,
en su tumba a orillas del mar.

Edgar Allan Poe

jueves, 25 de marzo de 2010

-Sin título-


Del libro de fotografía:
"Los objetos de este espejo, están más cerca de lo que parece"

Cierta amiga me dijo en una ocación que había soñado que era otra y que, aunque pudiera parecer absurdo, ya no estaba segura de sí misma. A partir de aquel día empezó a tener problemas con los recuerdos. Se apropiaba de aquellos que le gustaban, y si era necesario los inventaba para amueblar con ellos su memoria. Una noche inolvidable me confesó que tenía un amante perverso que se llamaba Winogrand y que la obligaba a bañarse con un cerdo. Acabó convirtiéndose en una mujer desorientada y feliz. Y no es éste el único caso que conozco de afortunada confusión.

Un hombre al que quiero mucho me explica a veces cosas de su pasado que en realidad le han sucedido a otros, o a mí o que ha leído en alguna parte, como aquel periodista que, por seducir a una desconocida en una fiesta, contó como propio un relato de un libro que le gustaba, y ella, tras escucharle atentamente, le constestó con un escueto: yo también he leído ese cuento de Benet. Se convirtieron en pareja gracias a un recuerdo falso. ¿Falso? Yo he estado en Ibiza allá por los cincuenta, dentro de un avión que no se detuvo en el momento que aterrizaba y que acabó rodando por los campos entre una nube de polvo.

Cuando por fín los matorrales acertaron a pararlo, el piloto saltó de la carlinga y, volviendose a un mécanico solitario que llegaba echando el bofe desde el lejano edificio de la terminal, le gritó ¿Quién coño ha revisado los frenos de este trasto? Es éste un recuerdo mío, que he escrito mejor que podido con el sueño confeso de que fuera también un recuerdo para otros. Por lo mismo, yo he entrado de niño en un bar, he metido una moneda en un gran vaso de cristal lleno de ellas, y a continuación me he devanado los sesos intentando adivinar el dinero que allí había, para así ganar la apuesta y comprar una dentadura nueva para mi hermana, que quería ser bailarina. Éste es un también un recuerdo mío, pero no lo escribí yo, sino Truman Capote.

Algo parecido sucede con los viajes y las ciudades lejanas. París, para mí es lo que mi madre me contaba de sus estancias allí - al hablarme se ensoña- ha tanto que llegaba a olvidarse de que yo estaba delante de ella -, y las imágenes de Cartier-Bres- son que veía en un libro en casa de mi tío. Luego visité varias veces esa ciudad que ya tenía en la memoria, sin lograr hacerle más mía de lo que ya era. Por otro lado ¿quién no ido a sacar fotos a la playa con Lartigue y sus amigos, entre los que probablemente se encontraba los Fitzgeral, Zelda siempre demasiado nerviosa mientras su marido la miraba con los ojos turbios, tristes y dispersos? ¿Y quién no ha emprendido alguna vez - aunque fuera sólo ese momento indefinido antes de dormise - la larga travesía hacia Samoa junto a Marcel Schwob, en busca de la tumba de Stevenson, emplazada en el corazón mismo de la aventura?. De hecho, la verdadera nostalgia no es tanto un deseo de volver al pasado como una herencia de la fotografía y de la literatura.

Por que hay fotografías que quedan habitadas de inmediato por la mente del que las contempla. Se convierten en un recuerdo de algo que nunca se vio, como los mejores párrafos de Nabokov. Y es que la memoria es un gran almacen lleno de imágenes y de pensamientos prestados. Conozco bien Lisboa, aún sin haber estado nunca allí, gracias a las fotografías que he visto de ella y a la silueta de Pessoa, ingrávida y difuminada como las de los pascantes anónimos que aparecen en las vistas urbanas.

Llegamos a las imágenes por casualidad, de la misma forma que se atrapan por la calle miradas fugitivas que se desvanecen al instante. Tengo un amigo que se enamoró de una mujer a la que vió por el espejo de una mujer a la que vio por el espejo retrovisor de su automóvil. Bajó el crista de la ventanilla y asomó la cabeza para volver a verla, pero ella ya no estaba. Nunca pudo olvidarla, y poco a poco se fue convirtiendo en un maestro de la fugacidad. Cogió miedo al poder que tienen las imágenes más efímeras para volverlas eternas en la memoria. Una tarde fui con él a una exposición de fotografía. La recorrió con paso vacilante y la mirada llena de ansiedad, y salió de nuevo a la calle agotado como si hubiera hecho un largo viaje. Lo había hecho, aunque a su manera. Cuando mi amigo vea este libro dirá que es cierto que los objetos en el espejo están más cerca de lo que parece, y es probable que acto seguido se vuelva definitivamente loco.

Lo demás disfrutaremos del libro y de todos los recuerdos que contiene. Yo tuve la suerte - un atardecer casi inmóvil- de ver fotografías que pueblan éstas páginas extendidas sobre un gran tablero, bajo la luz de unas lámparas que dejaban en penumbra el resto de la habitación. Por el suelo amontaban los libros de los que saldrían las citas que acompañan a las fotografías. Paseé un buen rato en torno aquella mesa llena de imágenes dispersas y fugitivas. Luego, por la noche, sentado en un restaurante, cerraba los ojos y veía alguna de ellas. Mi memoria, agradecida, se entretenía jugando con los recuerdos de aquel paseo en torno a una mesa, que había convertido un día nodino en rico y complejo. Hablé poco durante la cena. La mujer con quién miraba en silencio y sonreía. Pense que era una suerte estar enamorado de alguien que no desaparecía cuando lograbas bajar la ventanilla del coche, y que era una suerte llevar grabadas en la memoria las imágenes de este libro juntamente con el rostro de un amigo que murió hace algún tiempo, y con la pequeña habitación de mi infancia, llena de escondidas y secretos, y con el piloto que saltó enfadadísimo del avión y con la dentadura nueva de mi hermana, que quería ser bailarina. Miré a la mujer que cenaba delante de mí y sonreía. Decidí, entonces escribir algo sobre aquel amante que la obligaba a bañarse con un cerdo, y agradecer también a los fotógrafos que me permitieran recordar lo que nunca había visto. Sin todos ellos mi memoria habría sido tan sólo un almacén lleno de trastos sin importancia.


Pedro Zarraluki


jueves, 4 de febrero de 2010

Solamente.

" ya comprendo la verdad
estalla en mis deseos

y en mis desdichas
en mis desencuentros
en mis desequilibrios
en mis delirios

ya comprendo la verdad
ahora
a buscar la vida"


Alejandra Pizarnik

Fuente:
http://amediavoz.com/pizarnik.htm#SOLAMENTE

lunes, 1 de febrero de 2010

Nada retiene bajo la luz.


De Reverencial:

"Ningún camino me pertenece

ni yo soy suyo para nada. ¿Quién atesora
migraciones de nubes a la orilla del viento?
Abro los días por la puerta del mar
y en las corrientes planto mi casa, bebo
los torbellinos.
La luna me comprende con estaciones de intimidad
y luego vamos cada quien, ella creciendo
con mi lumbre por dentro, yo con la capa
de los jinetes a pleno sueño.
Ondulaciones en la hierba, sé sus andanzas
de lluvia o sol, y el vencimiento de los árboles
muertos por hacha, y el corazón
abierto de las piedras.
Nada retiene bajo su luz, y así mi abrazo
rodea las cinturas de las espumas
y cuando nazco de raíz pienso en el aire
y el horizonte sobre mi mano.
Se me vuelve un tesoro
los días del universo.
Sus regalos destellan
por el instante de mi voz
y pronuncio la fuga de las arenas en mi puño
con júbilo las estrellas
y hago silencio".

Eleazar León

Fuente: http://www.k-minos.com/

Asilo en otro cuerpo.

"Mi cuerpo es el lugar donde momentáneamente
he encontrado asilo. Lo que más temo en este nuevo
estado es que pueda ser víctima de una orden de
desocupación y que entonces no tenga yo
otro cuerpo a donde ir.

A menos que me asignen cupo en un galpón del cielo".

Juan Calzadilla

Fuente: http://www.vivir-poesia.com/asilo-en-otro-cuerpo/


domingo, 31 de enero de 2010

Nihilismo.


De
"Persuación de los días":

Nada de nada:
es todo.
Así te quiero, nada.
¡Del todo!...
Para nada.

Oliverio Girondo


jueves, 28 de enero de 2010

Soneto, 17.


De Cien sonetos de amor:

"No te amo como si fueras rosa de sal, topacio

o flecha de claveles que propagan el fuego:
te amo como se aman ciertas cosas oscuras,
secretamente, entre la sombra y el alma.

Te amo como la planta que no florece y lleva
dentro de sí, escondida, la luz de aquellas flores,
y gracias a tu amor vive oscuro en mi cuerpo
el apretado aroma que ascendió de la tierra.

Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde,
te amo directamente sin problemas ni orgullo:
así te amo porque no sé amar de otra manera,

sino así de este modo en que no soy ni eres,
tan cerca que tu mano sobre mi pecho es mía,
tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño."

Pablo Neruda.

lunes, 25 de enero de 2010

Tankas: "Made in Argentina"


De Antología Poética (1923-1977)

"Alto en la cumbre

todo el jardín es luna,
luna de oro.
Más precioso es el roce
de tu boca en la sombra".

Jorge Luis Borges

Cuento Latinoamericano (I)


"Ojos de Perro Azul"

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. En­cendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equili­brándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidare­mos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz ma­temática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces compren­dí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y re­gresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella —sentada a mis espaldas— pero ima­ginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera­ levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el ci­garrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Vol­vió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a des­vestirse, pieza por pieza, empezando por arri­ba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por comple­to, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos aguje­ros, como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún mu­seo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si al­guien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distin­to de eso. Su vida estaba dedicada a encon­trarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que ha­bría podido entenderle:

“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le ha­cían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales em­pañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el ín­dice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldo­sado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vende­dor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el em­baldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el em­baldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siem­pre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las re­cuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asán­dose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde se­guía sentado, meciéndome en el asiento. “Nun­ca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des­aparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré re­cordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso tam­bién lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hu­biera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy en­trando”, y ella hubiera seguido con el pape­lito entre el pulgar y el índice, dándole vuel­tas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “... en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.”

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las co­sas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba miran­do. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pre­gunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos he­mos encontrado en otros sueños”.

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, vol­ví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bas­tará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se mo­vió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvida­do”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almoha­da ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mi­rarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me di­rigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invaria­ble: “No abras esa puerta”, dijo. “El corre­dor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dor­mida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”.

Afuera el viento aleteó un instante, se que­dó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te recono­ceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las pare­des: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una sonrisa triste —que era ya una sonrisa de en­trega a lo imposible, a lo inalcanzable—, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.


Gabriel García Marquéz
(1950)

domingo, 24 de enero de 2010

Haikus: "Made in Bolivia".


De Otra vez el silencio:

"No soy pretencioso
No me molestaría ser tu
eterno retorno"


Sebastian Molina.


sábado, 23 de enero de 2010

Amor, de tarde.


De Canciones del más acá:


"Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras.

Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha cómo ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades.

Es una lástima que no éstes conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.
Podrías acercarte de sorpresa
y decirme <<¿Qué tal?>> y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico".


Mario Benedetti

miércoles, 20 de enero de 2010

Haikus: "Made in Venezuela".


De Emociones compáctas:

I

Compleja es la
lucha contra mí mismo
donde gano yo


II
Hoy te regalo
una estrella fugaz
y podrás soñar


III
¡No lo pienses más!
¡Ámate hasta el fin,
quédate sola!

Olberg Sanz


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Nota del autor: Cada haiku conserva el modelo
de métrica tradicional (5-7-5) sin rima,
puesto que se procuró laborar ideas
bajo las estrictas normas de la poesía
japonesa.

Presente Simple.


De la recopilación de poetas, del libro Amor:

" Ni recuerdos, ni presagios:
sólo el presente, cantando.

Ni silencio, ni palabras:
tu voz, sólo, sólo, hablándome.

Ni manos ni labios:
tan solo dos cuerpos,
a lo lejos separados.

Ni la luz ni la tiniebla,
ni los ojos ni mirada:
visión, la visión del alma.

Y por fín, por fín,
ni goce ni pena,
ni cielo ni tierra,
ni arriba ni abajo,
ni vida ni muerte, nada:
sólo el amor, sólo amando".

Pedro Salinas.



XXXIII


De Rimas y Leyendas:

"Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso…¡Yo no sé qué te diera por un beso!"

Gustavo Adolfo Bécquer.


¡Bienvenidos! ^^

Viendo la receptividad de todos ustedes en el "Facebook" con las notas que publicaba de distintos autores internacionales y latinoaméricanos decidí crear este espacio y con ésta frase danmos apertura con nombre y apellido y agradeciendo a mi gran amigo y escritor Olberg Sanz por darle un nombre al espacio.

¡Siéntase libres de expresarse!


Fuente: http://www.flickr.com/photos/hombredesconocido/


 
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